miércoles, 6 de marzo de 2013
Hugo Chávez, a vuela pluma

Por Manuel M.CASCANTE, para SudAmericaHoy

Chávez supuso mi debut con picadores. Finales del 92. Había viajado a Caracas para cubrir el Festival Latinoamericano de Cortometrajes, el típico pesebre que de vez en cuando cae, o caía, en las redacciones de los diarios. Tras la inauguración, noche de salsa y copas. Mientras corría el “Pampero”, coincidimos con un diputado del Partido Radical: “Busco donde esconderme. Esta noche habrá un golpe de Estado”. Ni caso, este tío está loco. Pero a eso de las cinco de la mañana suena el teléfono de la habitación. Es un director de cine español que ejerce de ecuatoriano, o viceversa: “¡Despierta, despierta, pon la tele!”. Despierto, despierto como puedo, y enciendo el televisor. En la pantalla, Hugo Chávez, encarcelado desde febrero por un fallido golpe de Estado donde sólo él se rajó. Dice algo de Movimiento Bolivariano Revolucionario MBR-200 y cosas que me suenan muy lejanas, no sé si por la ignorancia o por la tremenda resaca. Retumban los cristales de las ventanas cuando los cazas rompen la barrera del sonido. Me meto de un salto debajo de la cama. Llamo al periódico. Será portada.

Aquel golpe quedó en nada. Hubo muertos, sí, pero mi pena mayor fue tener que comer macarrones (primero, con carne y tomate; luego, sólo con tomate; finalmente, a pelo) durante tres días en aquel hotelucho de Sabana Grande, aliñados con alguna arepa por la tarde. Y, una vez en Madrid, tener que pelearme con un cerril redactor jefe empeñado en cambiarle el nombre al festival de cine, “porque en este periódico no decimos Latinoamericano, sino Iberoamericano”. Creo que, ni para ti ni para mí, lo dejamos en Americano, a secas.

No regresé hasta diez años más tarde, cuando Chávez, ya presidente, había librado de otro golpe, pero esta vez en su contra. Diciembre de 2002. Huelga general (en realidad, “lock out” patronal). Un millón de chavistas en la calle, en su zona, y otro millón de opositores, los “escuálidos”, en la suya. De vez en cuando se encontraban en medio y lo que parecía abocado a un baño de sangre acababa en un partidillo de fútbol. Ahí descubrí que el realismo mágico es, en realidad, una sucesión de apuntes del natural. Pasamos aquella Navidad en el Meliá, con unos absurdos gorritos de cartón en la cabeza mientras los adversarios del chavismo estrenaban sus teléfonos celulares de última generación y sostenían que aquella no era una lucha de clases. Nos afanábamos en buscar una tercera Venezuela, distante, imparcial y centrada, que, si alguna vez existió, ambos bandos se encargaron de laminar.

En el propio hotel se celebraban las reuniones entre Gobierno, patronal y sindicatos, por lo que trabajar era sencillo. Sólo había que esperar en el lobby, con una copa de “Santa Teresa”, a que los protagonistas fueran pasando. Incluso César Gaviria, que oficiaba de mediador, nos invitaba a desayunar para hablar con gente normal, harto de tanta cerril intransigencia. Desde el poder no nos hacían mucho caso, nunca nos lo hicieron, pero desde la oposición se nos exigía adhesión incondicional e inquebrantable. Al no encontrarla, nos dedicaron artículos de prensa donde alertaban sobre nuestra supuesta fascinación con el “Tejero caribeño” o nos acusaban de estar allí “para acostarse con nuestras mulatas y fumarse nuestros ‘Belmont’”. Con estas lindezas, su ceguera para comprender su país, sus absurdas denuncias de fraude electoral (¡aquel dichoso algoritmo!), ellos fueron siempre su peor enemigo. Tardaron años en darse cuenta.

Regresé muchas veces. A cada elección (Venezuela no es una democracia, tampoco una dictadura, ¡pero vaya si se vota!), a cada crisis, durante una década. Chávez fue un filón para los periodistas. Hasta cansarme. Hasta aburrirme. Caracas es una ciudad fea y peligrosa, pero se come bien, sus gentes son cálidas y hospitalarias, las anécdotas son de las que nunca se olvidan y la estancia termina por resultar agradable. Pero cada nuevo viaje era un “déjà vu”. Sabíamos lo que iba a ocurrir. Porque Chávez tenía carisma (y verborrea: aquel “Aló, Presidente” que te escribía media crónica), petrodólares y una famélica legión dispuesta a seguirlo hasta la muerte. O incluso más allá. Pues, mientras el número de pobres supere al de los ricos, el chavismo seguirá vivo. ¿Hasta cuándo? Eso, en mi opinión, sólo depende del precio del barril.